Nicolás Maquiavelo escribió que "el príncipe debe leer las obras de los historiadores, y en ellas examinar las acciones de los hombres eminentes, viendo cómo se han conducido en la guerra, estudiando las razones de sus victorias y de sus derrotas a fin de que esté en condiciones de evitar las últimas e imitar las primeras" (El Príncipe. Capítulo XIV. Ed. Taschen. Colonia, Alemania, 2007). Adaptemos ahora estas palabras a la sociedad actual en referencia a la importancia de conocer la Historia. Y es que su conocimiento es fundamental, siguiendo la línea de argumentación del pensador florentino, para no repetir los errores del pasado y para imitar los hechos positivos. En definitiva, para aprender de la experiencia, además de definir quiénes somos, el por qué de nuestro pensamiento, por qué el mundo que vivimos es como es, cuál es la explicación a los problemas que percibimos actualmente, etcétera.
Pero la Historia no sólo está escrita en los libros. Más bien estos se han tenido que nutrir del legado patrimonial que nos han ido dejando nuestros antepasados. Los edificios y las esculturas con valor histórico-artísitco son la redacción misma de la Historia; en ellos se contempla el devenir general de los pueblos y los territorios y son la señal inequívoca y universal de los siglos. Por ello es necesaria su conservación, aunque, de ello tenemos una consciencia general desde hace poco más de un siglo, y de eso sabemos mucho en Guadalajara. ¿O no? Uno contempla la magnífica imagen general de la Guadalajara del siglo XVII o XVIII (si no recuerdo mal) que se encuentra en uno de los pasillos del ayuntamiento y se imagina una ciudad amurallada rica en patrimonio donde la Historia rezuma por los cuatro puntos cardinales, una ciudad que poco tenía que envidiar a otras como Toledo, Alcalá de Henares o Salamanca. En cambio, de aquella imagen a la estampa actual se ha producido un cambio radical, y para peor si nos referimos a este asunto del patrimonio histórico. La desaparición de las murallas, de las que quedan alguna mínima piedra y un par de torreones; la destrucción, abandono y reconstrucción y nueva destrucción y nuevo abandono del alcázar; la destrucción de innumerables iglesias tales como las de San Miguel y de San Gil; el bombardeo del palacio del Infantado por parte de las tropas rebeldes durante la última Guerra Civil y su chapucera reconstrucción; decenas de palacios reducidos a escombros; etcétera, etcétera, etcétera. Y, lo peor, que seguimos sin aprender viendo el currículum llevado en los últimos lustros: se tiró el palacio de los Guzmán para construir un feo edificio con fin a albergar una residencia universitaria, quedando nada más que la portada y una forja de un balcón en el parque del Balconcillo; la agresión cometida al palacio de Dávalos con el nuevo edificio para la biblioteca (porque del palacio original sólo queda la portada y cuatro columnillas, así que de rehabilitación nada); muchas casonas del centro cayeron en escombros... ¿Y a cambio qué obtenemos? Monstruos arquitectónicos tales como el centro cívico, la sede de Ibercaja, la de Caja de Guadalajara, la de Rayet y la de Hercesa en la plaza de Santo Domingo (grandes potencias económicas dentro de la provincia, por cierto), el edificio de viviendas cabe el santuario de la Antigua o la "casa rosa" de la plaza Mayor, por poner algunos ejemplos.
Y parece que no aprendemos. Lo poco que queda sigue cayendo sin pensar planes de rehabilitación en lugar de la política de tirar patrimonio y levantar edificios modernos (que parece ser más barata, por lo que se ve). Lo último lo estamos viendo en la plaza Mayor. Se han derruido varios edificios que la adornaban, dentro de un tiempo veremos el resultado que obtenemos, si se decide por respetar la arquitectura del entorno o se opta por "imitar" a su vecina "casa rosa". Esperemos que sea por la primera opción. Sino, luego no nos extrañemos de que se diga que Guadalajara es una ciudad fea, expresión, pese a todo, con la que no estoy nada de acuerdo, de momento.
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