lunes, 16 de abril de 2012

Por las calles de Madrid: la de Puñonrostro

Madrid tiene muchas calles, tantas que últimamente los concejales, técnicos de urbanismo o quien tenga la competencia y capacidad, tienen que escudriñarse mucho la cabeza para ponerles nombres. Se busca una lógica (que si ríos, que si escritores, que si ciudades, que si países, que si mujeres...), pero las series de conceptos se terminan acabando, y con ello los nombres.
No ocurría lo mismo hace tiempo, ni siquiera cuando los nombres de las calles eran cosa de la lógica (e incluso el gracejo) del populacho: ahí tenemos las calles del Pez, del Desengaño, de Válgame Dios, Mira el Río Baja o el paseo de los Melancólicos; las calles con nombres de oficios (Libreros, Cuchilleros...), de ciudades cercanas a donde iban las carreteras que hoy son calles (Alcalá, Toledo, Fuencarral, Hortaleza...), y un sin fin que completan el callejero del centro de Madrid.

Entre los nombres más impactantes está, sin duda, el de Puñonrostro. En contra de lo que quizá puedas pensar, este callejoncillo muy cerca de la plaza de la Villa no debe su curioso nombre a una de las fases resultantes del movimiento producido a la hora de dar una hostia en la cara con los dedos bien flexionados y los nudillos bien en punta. Los madrileños siempre han tenido fama de ser muy retorcidos y de adolecer de buen humor a la hora de nombrar a las cosas, pero no llegaban al punto de consagrar su ciudad al noble arte de la pelea (al menos de manera tan directa; sí eran más sutiles otras veces, como el caso de la calle de la Cabeza, dedicada a una vieja leyenda que no voy a relatar ahora pero que sí apuntaré que la melenuda chola -a juzgar por la baldosa indicadora de la calle- era la de un sacerdote al que decapitó su sirviente).

Baldosa indicativa de la calle de Puñonrostro en Madrid.
(Fuente: MadridDeLosAustrias, publicada
en Flickr bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0)
Pero no nos perdamos. El callejón, que antes era el de las Carboneras, tiene hoy el nombre que tiene porque aquí estaba la casa de Juan Arias Dávila, señor de Puñonrostro. Apréciese que entonces Madrid no era más que un cogollito de ciudad, pero que ya empezaba a ser una junta de nobles que querían tener influencia en el poder político de la nueva corte de Isabel I de Castilla y Fernando VI de Aragón; de hecho, el señor de Puñonrostro compró la casa a Fernando del Pulgar, cronista de los Reyes Católicos.
¿Pero por qué Puñonrostro, le pegó a alguien? No, que se sepa. La organización feudal de la llamada extremadura castellana se basaba en los señoríos jurisdiccionales donde un señor administraba y sacaba partido a esas tierras como bien gustase, eso sí, acatando unos fueros que en algún momento le concedió el rey correspondiente tras una buena lección de diplomacia, peloteos serviles y una módica suma económica. Y esto se heredaba, como heredó Juan Arias Dávila el señorío de Puñonrostro de sus antepasados, tres antes que él.
Heredó un pequeño señorío en medio de la Sagra que se llamaba Puñonrostro porque así se llamaba la villa de cabecera y de la cual hoy no queda nada, ni la toponimia en los mapas del Instituto Geográfico Nacional. Pero al parecer, en la jurisdicción de este señorío se encontraban los lugares de Casarrubios del Monte, Valmojado y las Ventas de Retamosa, por lo que cabe entender que Puñonrostro puede que se encontrase entre estos tres pueblos hoy de la provincia de Toledo, si no es el nombre antiguo de alguno de éstos.
¿Y quién y por qué tuvo la idea de ponerle tan elocuente nombre al lugar? ¡Pues vaya usted a saber! Echémosle las culpas, por ejemplo, al gracejo castellano.

Continuando con la historia de esta gente, al poco de comprar la casa, Juan Arias Dávila recibió en 1523 de manos de Carlos I (su madre Juana ya estaba entonces encerrada en Tordesillas con una cierta "locura senil", salvo para lo que su hijo le pidiese firmar) el título de conde de Puñonrostro como reconocimiento por haberle ayudado en su lucha contra los comuneros defendiendo el castillo de Illescas y el alcázar de Madrid. La influencia y el favor real que tuvieron los señores (luego condes) de Puñonrostro se ve reflejado en la posesión de dos castillos en la comarca de la Sagra: uno en Torrejón de Velasco y otro en Seseña, que aún conservan el nombre de castillo de Puñonrostro.

Para ir acabando, apuntar solamente que algunos de los sucesivos condes de Puñonrostro tuvieron ciertos papeles importantes en la vida política española, como Juan José Matheu y Árias Dávila, décimo conde, firmante de la Constitución de Cádiz en representación de Granada; o su hijo, Francisco Javier Arias Dávila y Matheu, undécimo conde, que fue alcalde de Madrid en 1864, mayordomo de la reina Isabel II en 1866 y presidente del Senado en 1884. Avatares de la historia, dos liberales de su época.

miércoles, 11 de abril de 2012

Typical nipón

Pongámonos a prueba: yo propongo una palabra y digamos en voz alta lo primero que se nos pase por la cabeza.

Si yo digo... Japón...

Probablemente, entre las tres o cuatro cosas has pensado rápidamente se encuentran el manga, los ninjas y samuráis, los señores bajitos haciendo fotos a señoras bajitas que muestran la V de victoria con los dedos índice y corazón de su mano derecha mientras levantan su pie izquierdo flexionando la rodilla, el monte Fuji, Oliver y Benji, el señor Miyagi, los MP3 (ó 4, ó 5...), el emperador Hirohito, el sushi, el sol naciente, el kimono, Pokémon, la plaza de España de Madrid, las artes marciales, el sombrero cónico de paja y el tempura.

¿El tempura? Sí, el tempura, esos bocaditos de verduras como empanados que ponen en los restaurantes chinos. ¿No son chinos, son japoneses? Bueno, sí y no; veamos.
Rico combinado de tempuras con deliciosa salsa de soja.
(Fuente: Loozrboy, publicado en Flickr bajo licencia Creative Commons)
Corría el siglo XVI cuando, América ya conquistada, el miedo a la selva africana y a los serracenos, los cuentos chinos (literalmente) y las guerras locales secando cada vez más las haciendas reales, la visión comercial de las potencias marítimas del momento, España y Portugal, se expande hacia el oriente, como soñó el mercader Cristóbal Colón siglo y medio antes. Pero esta vez, con la barrera de América, sin canal de Panamá y el océano Pacífico todavía en exploración, se fijaron rutas por el Mediterráneo y el Índico. Rutas que llevaron a la instalación de puertos comerciales españoles y portugueses en varios puntos de la costa suresteasiática, como Malaca, Macao, Cantón (hoy Guangzhou, o algo así), Manila o Nagasaki. Para entender el éxito de la idea baste decir que los avispados neerlandeses, copiando lo bueno y enmendando errores de, sobre todo, los españoles, se pusieron a la carrera pocas décadas después, lo que les permitió reinar en los mares y conquistar la hegemonía perdida por las desgastadas potencias ibéricas.
Entre mercaderes ávidos de riquezas, marineros a su servicio y esclavos presos haciendo de motores del barco, viajaban también misioneros dispuestos a evangelizar salvajes seres de otro mundo, como en América. Más bien, tenían la misión diplomática de hacer una pequeña avanzadilla para convencer a las gentes del lugar de establecer en sus costas un puerto comercial.
Y en esas que allá por 1549, el navarro Francisco de Javier, que después llegó a santo, acompañado por una amplio séquito de jesuitas españoles y portugueses que merodeaban por las Indias, llegó a las costas de la exótica isla de Kyushu. Allí, entre un montón de aldeas de pescadores y tras demostrar unas magníficas dotes diplomáticas, consigue establecer una parroquia católica en una vieja pagoda. Así es como se dio vía libre veinte años después al establecimiento de un importante puerto comercial al servicio de la corona portuguesa en la entonces pequeña Nagasaki (desconociendo, por supuesto, su suerte casi cuatro cientos años después).
Y como el intercambio cultural es riqueza, y muchas veces el comercio no está reñido con la religión, la Semana Santa es santa para todos, se tengan los ojos como se tengan, y el pescado crudo no está precisamente entre los platos favoritos de los europeos, por muy monjes que sean. Así que para las vigilias y los ayunos de la Cuaresma, para darle sabor a los platos sin carne, estos monjes (que de cocina sabían mucho), se propusieron freír los exquisitos manjares nipones, pero con aceite de sésamo, que de oliva evidentemente no había. Observaron que el aceite de sésamo, en ciertas condiciones de elaboración, crea una capa crujiente y sabrosa a la que le van muy bien las ricas salsas de soja tan dadas por el Lejano Oriente.
Al resultado de este frito a base de sésamo, los misioneros cocinillas le llamaron tempura, haciendo referencia al "tempora ad quadragesimae", es decir, al "tiempo hacia la cuaresma". Pero esta palabra no sólo se incorporaró al japonés, sino también a la lengua portuguesa, que desde entonces a lo que en nuestro castellano se llama "condimento", ellos lo llaman "tempero".

Descubrimiento e intercambios culinarios y culturales aparte (no sólo de tempura, sino también de tabaco, otros alimentos o formas de vestir), muy normales en los puertos de paso convertidos en ciudades cosmopolitas como lo era ya la nueva Nagasaki al servicio de la corona portuguesa, al nuevo daimyo (similar a nuestro señor feudal) Toyotomi Hideyoshi, en su afán de unificar todas las prefacturas japonesas que guerreaban entre sí desde un siglo atrás (fuera chistes, este período de la historia de Japón se conoce como Sengoku), le dio por iniciar un período autárquico (tan propio de Japón, por otra parte) y los sucesores shogunatos (a la sazón, gobiernos militares compuesto por sogunes en representación del Emperador) expulsaron, cuando no decapitaron y quemaron, a todo aquel que no tuviese los ojos rasgados hacia arriba o profesase religión occidental. Así, los miembros de la misión jesuita que todavía estaban por allí (entre los que había españoles, portugueses y también japoneses), fueron convertidos en mártires por la Iglesia Católica y algunos elevados a los altares de la santificación, como los buenos de Francisco de Santa María, Bartolomé Díaz Laurel y Antonio de San Francisco (el primer beato japonés; el nombre lo tomó tras su bautismo como cristiano y nada se sabe de su nombre de nacimiento).
El samurái de Hideyoshi y sus sucesores pudo acabar acabar con la vida de estos monjes jesuitas y de los comerciantes extranjeros, pero en la interculturalidad, dando cuenta del vago significado que casi siempre tiene la palabra tradición, los manjares quedaron indelebles hasta la posteridad y se mantuvieron como algo "typical nipón", obviando muchas veces que el verdadero origen de las señas de identidad de cualquier cultura está fuera de ella.
Más tempura de apetitosas verduras con salsa agridulce (de origen chino, no japonés)
(Fuente: Secretlondon123, publicado en Flickr bajo licencia Creative Commons)
En resumidas cuentas (como diría mi abuela), al igual que la hamburguesa "typical american" tiene su origen en los mercaderes alemanes que hacían negocio en el valle del río Ohio a finales del siglo XIX, el tempura japonés tiene su origen ibérico, como el buen jamón.