Londres es una ciudad majestuosa, multicultural, que combina a la perfección ese clasicismo victoriano del siglo XIX con la modernidad hasta los extremos más exagerados del consumo, la abundancia, las masas de gente por la calle Oxford y millones de kilowatios derrochados en las luces. Es el templo de las chuminadas, donde todo el mundo es feliz por el hecho de comprarse de recuerdo una taza con la bandera británica y la inscripción mind the gap tan propia del metro (underground) londinense.
Dos viajes en un mes a la capital de la antigua Albión, pérfida o no, dan para poco en la realidad, pero para mucho en los detalles. No es una ciudad excesivamente cara, salvo si pretendes dejar aparcado el coche de San Fernando. Es lo que tiene la privacidad del transporte, que cuando las concesionarias terminan poniendo el precio y las condiciones, lo más probables es que intenten robar un riñón al viajero y sean incapaces de ponerse de acuerdo para un consorcio de transportes que beneficie a trabajadores y turistas, y por ende a empresarios y al bullicioso tráfico de la ciudad. Tal vez les sea rentable por el atractivo que tiene para el turista viajar en autobuses rojos de dos pisos, taxis con corte clásico y metro cuyos emblemas aparecen hasta en la sopa; o por la simple necesidad de quien vive a las afueras de la megalópolis, a veinte kilómetros de la catedral de San Pablo. Por ello no es de extrañar la afición de los londinenses a desplazarse en bicicletas de todo tipo, incluso en días fríos y lluviosos. Desde luego, la de Londres si es una buena adaptación de las calles a este medio, y no las chapuzas españolas de los carriles bici en mitad de las aceras con asfalto rojo resbaladizo.
Hablando de transporte, sorprende la mitificación del metro de Londres. Es sucio, incómodo, vetusto y los vagones estrechos. Pero cuando uno está harto de acordeones, afonías, piezas clásicas facilonas y guitarras raídas, el gusto de músicos excelsos, el sonido importado de Liverpool, la melodía de la guitarra bien punteada, la ausencia de playbacks y micrófonos y el volumen justo, adecuado, beneficiado por la resonancia de los largos pasillos ovalados, impregna a cualquiera, le hace disfrutar, olvidarse de cualquier atisbo de vieja imperfección y le sumerge en una de las mejores salas de conciertos del mundo por tan solo cuatro libras.
De los trenes, prefiero ni hablar. ¡Gloria dan la Renfe y sus Cercanías! El metro, los autobuses, los trenes, las calles, todo se masifica en el mes de diciembre; Londres se cubre de bullicio, luces y bolsas de Marks & Spancer. La Navidad vuelve a todos locos, le entra a la gente una manía consumista exacerbada (que no sé yo si en esta ciudad no dura todo el año). Harrods vende ositos de peluche, chocolatinas, cuadernos y bolsos con su emblema a precio de oro. La enorme tienda se decora con motivos navideños hasta el exceso, que se combina con el repelente estilo victoriano de interior y la música de temporada a la voz de Frank Sinatra para agilizar la fundición de visas y mastercards a cambio de cosas inútiles que regalar.
Cursilerías aparte, Londres es una de las ciudades más cosmopolitas del mundo. Sus habitantes son de los más diversos orígenes: indios, asiáticos, europeos, africanos, británicos, americanos, caribeños, árabes... Y lo más sorprendente, y de lo que tenemos todavía que aprender mucho por el sur de Europa, es que están perfectamente integrados por el simple hecho de que ellos son británicos, son londinenses, han nacido y han crecido allí, están hechos al continuo movimiento de la ciudad. De cajera cualquier tienda puede haber una joven con velo y entre los policías se reparten sombreros de varias clases, entre ellos los turbantes indios. Largos años de imperio británico han hecho, por lo general, mucho mal al mundo, pero mucho bien a Londres.
Tanto mal al mundo, pero tanto bien a una ciudad que disfruta del Museo Británico, templo del saqueo continuado de los exploradores ingleses a lo largo y ancho de la real mancomunidad británica. En él se encuentran repartidas joyas arquitectónicas y escultóricas de distintas partes del mundo, principalmente del viejo imperio británico, y muchos elementos etnográficos que pierden todo su significado y su sentido en las vitrinas lejos de su origen. Para justificar la exposición de todo aquello allí se suele poner la escusa de que de no haber sido resguardado entre las paredes de tan monumental edificio habrían desaparecido. Pero no sé hasta qué punto está justificada la permanencia de todo aquello en el Museo Británico; pienso que los griegos son lo suficientemente responsables y civilizados para saber mantener los frisos del Partenón de Atenas en su sitio, o que los egipcios tienen la capacidad suficiente como para mostrar la historia del Nilo sin que la figura de Ramsés tuviera un mínimo arañazo. Muchas cosas y majestuosas, pero sin significado fuera de su lugar.
Como el Británico, los museos públicos de Londres no cobran entrada. Se limitan a exigir caridad en huchas repartidas por todas las salas de los edificios. Los hay para todos los gustos artísticos, como la Galería Nacional de la plaza de Trafalgar, una gran pinacoteca un tanto caótica en contenidos dentro del orden inglés del edificio, o la Tate Modern, para aquellos que, no como yo, gusten de las rarezas de las mentes modernas dentro de una enorme central eléctrica al otro lado del Támesis.
Pero no son los únicos lugares donde los visitantes acuden en masa. Los turistas también pagan por ver una vieja casa de principios del siglo XX inspirada en las novelas de Sherlock Holmes, hacerse fotos con los famosos de cera del Madame Tussauds, darse una vuelta de 45 minutos en el gran Ojo, navegar por las tranquilas aguas del Támesis o recrearse en la vieja historia de la abadía de Westminster. Muchas cosas se han dicho y escrito de esta joya del gótico inglés, y no voy a repetir las descripciones y las loas de las guías turísticas. Pero sí voy a indagar en el espíritu de la Reforma religiosa inglesa que se respira en el lugar. ¿En qué catedral española hay tumbas que no sean exclusivamente de curas, santos y mecenas? Sería impensable que en la catedral de Toledo fueran enterrados científicos como Charles Darwin o Isaac Newton; o que en León existiese un Rincón de los Poetas con monumentos dedicados a William Shakespeare o el extranjero Georg F. Händel; o que en Sevilla se mantuviese el lugar donde se hizo enterrar un traidor de la realeza como Oliver Cromwell; o que en la Almudena de Madrid se rindiese homenaje al soldado desconocido, más allá de los "mártires" falangistas. Al clero católico se le llena la boca diciendo que el templo es el lugar de reunión de los cristianos con Dios, pero lo tiene vetado al pueblo; cuando un cristiano muere se le cierra las puertas de la iglesia y como mucho tiene derecho a misa en un tanatorio y suelo a pie de una ermita, a no ser que se rediman los pecados con sustanciales sumas económicas que ayuden a levantar otro rico templo dedicado al santo de moda. La Reforma en Inglaterra, más allá de votos, milagros y prebendas, abrió la iglesia a las elites sociales, y con ello a toda la sociedad. Los ingleses supieron ofrecer la religión al pueblo; desde Roma sólo imponer.
Pero todo tiene su contra, y es que combinar abadía y parlamento en un mismo lugar, separados por una sola calle, no deja de expresar lo cerca que se encuentra la Iglesia anglicana de la política y lo difícil que es separarlas cuando la cabeza de la religión está en manos de la suprema realeza británica. Todo en Londres expresa el carácter inglés, la vida, la tradición y la modernidad de una ciudad y un país muy particulares. Porque los ingleses son muy suyos, han preferido mantenerse un poco al margen del continente, acercarse cuando más le ha interesado, cuando no a sus rebelados americanos. Son un pueblo de tradiciones que las ha ido imponiendo allende los mares a quienes no han podido resistirse. Pueden recibir a casi todo el mundo con las manos abiertas y gustarse de juguetear con costumbres ajenas, pero nunca renunciarán a su lengua, a sus medidas, a sus enchufes, a conducir por la izquierda y a su política exterior. Porque es su orden, su lógica, su razón de ser y lo poco que pueden ya exportar al mundo, y porque es su forma de diferenciarse frete a sus locos vecinos continentales y de sus hijos americanos, de los que cabe siempre tener un punto de desconfianza.
Esa cierta desconfianza británica hacia lo que se encuentra más allá de sus tres mares es quizá lo que hace que este pueblo tradicional y obsesivo con lo suyo y su yo legitime el Gran Hermano en que se han convertido las calles de Londres. Desde los atentados de al-Qaida en julio de 2005 hay cámaras por todos lados, porque entre esas obsesiones suyas está la seguridad, y quizá por ello no se ven indigentes por las calles céntricas y comerciales, apenas hay británicos de origen en las noches de Edgware Road y da la sensación de que nada malo puede pasar en cualquier lugar de la magna urbe, por muy masificado o solitario que esté.
Quizá por todo ello Londres es una ciudad que sorprende y fascina. Las largas avenidas de Westminster, las pequeñas calles de Southwark, las plazas poligonales, las viviendas monumentales, los borbollones de gente, gente de todos los orígenes y procedencias, las luces ora excesivas ora escasas, las enormes praderas de rica yerba que allí llaman parques, los taxis, los autobuses rojos de dos pisos, el mind the gap del metro, los gorros de los policías, el desorden dentro del orden. En definitiva, un punto de encuentro del que esperas que lo prestado sea devuelto, pero impregnado de un nuevo aire y un nuevo saber.
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