Hace más de un mes que el barco atunero Alakrana, con tripulación española, procedente de Bermeo, pero con pabellón de Seychelles (por eso de las vistas gordas y las ventajas fiscales), fue secuestrado por piratas somalíes. Treinta y seis días dan para hablar mucho, para que el Gobierno intente actuar, para que los partidos políticos presenten sus cartas y compitan por llevarse la mejor parte del pastel de la opinión pública y para que las tertulias de los medios se llenen de sus vociferadores sin bozal reproduciendo el fax de la mañana.
Pero, entre tanto, todo el mundo se mira su ombligo y nadie se centra en el origen del problema, en el porqué de la piratería, una manera desesperada de conseguir dinero en un país donde no hay nada que comprar. Para intentar evitarlo, desde unos foros se aboga por la intervención militar dura, desde otros, por llenar los barcos de mercenarios, inexpertos, sin formación militar adecuada y engañados para lo que van. Mientras, los familiares, fruto del lógico desaliento (y ahí les entiendo plenamente), exigen cualquier cosa, por absurda que sea, para conseguir que sus allegados vuelvan a casa, como la intervención de la Casa Real como si a los piratas les importase el modelo de Estado nuestro o incluso de qué país son lo secuestrados.
Por su parte, el Gobierno negocia poniendo sobre la mesa dos piratas detenidos, a los que poco importa a sus colegas, porque donde hay hambre y nada que comer no se tiene amigos. En este asunto, mandar a los dos piratas detenidos a ser juzgados a Somalia (más bien a Mogadiscio) es prácticamente enviarlos a la nada. Primero, porque en un país sin Estado se supone que tampoco tenga una justicia ni muy asentada ni muy justa, precisamente; y segundo, porque con cualquier pequeño movimiento político-militar en la zona va a cambiarles su situación, para bien o para mal.
Somalia no existe, no hay un Estado que organice la sociedad ni un Gobierno capaz de asentarlo. Somalia es una tierra que desde hace veinte años se organiza entre señores de la guerra, fanáticos religiosos y millones de personas luchando por no morir desnutridos y matando por sobrevivir. Si existiese el infierno, seguro que sería algo parecido a aquello.
En una situación así, no cabe más que los piratas lo sean por necesidad, que sean gente que se arriesga a cualquier contratiempo con tal de poder llenar el buche cada día. En cuestión de supervivencia el ser humano se convierte en la más terrible fiera, sobre todo cuando no se ha visto más que armas, hambre, sometimiento y fanatismos. Ante eso, de poco vale cargar de mercenarios los barcos y de mandar flotas militares al mar Rojo. Si no se actúa sobre el origen del problema, lo único que se conseguirá es poner un parche que a la larga agudizará aún más un conflicto que va camino de eternizarse y que poco parece importar a Occidente más allá de los peligros que conlleva la explotación de caladeros lejanamente ajenos.
Pero, entre tanto, todo el mundo se mira su ombligo y nadie se centra en el origen del problema, en el porqué de la piratería, una manera desesperada de conseguir dinero en un país donde no hay nada que comprar. Para intentar evitarlo, desde unos foros se aboga por la intervención militar dura, desde otros, por llenar los barcos de mercenarios, inexpertos, sin formación militar adecuada y engañados para lo que van. Mientras, los familiares, fruto del lógico desaliento (y ahí les entiendo plenamente), exigen cualquier cosa, por absurda que sea, para conseguir que sus allegados vuelvan a casa, como la intervención de la Casa Real como si a los piratas les importase el modelo de Estado nuestro o incluso de qué país son lo secuestrados.
Por su parte, el Gobierno negocia poniendo sobre la mesa dos piratas detenidos, a los que poco importa a sus colegas, porque donde hay hambre y nada que comer no se tiene amigos. En este asunto, mandar a los dos piratas detenidos a ser juzgados a Somalia (más bien a Mogadiscio) es prácticamente enviarlos a la nada. Primero, porque en un país sin Estado se supone que tampoco tenga una justicia ni muy asentada ni muy justa, precisamente; y segundo, porque con cualquier pequeño movimiento político-militar en la zona va a cambiarles su situación, para bien o para mal.
Somalia no existe, no hay un Estado que organice la sociedad ni un Gobierno capaz de asentarlo. Somalia es una tierra que desde hace veinte años se organiza entre señores de la guerra, fanáticos religiosos y millones de personas luchando por no morir desnutridos y matando por sobrevivir. Si existiese el infierno, seguro que sería algo parecido a aquello.
En una situación así, no cabe más que los piratas lo sean por necesidad, que sean gente que se arriesga a cualquier contratiempo con tal de poder llenar el buche cada día. En cuestión de supervivencia el ser humano se convierte en la más terrible fiera, sobre todo cuando no se ha visto más que armas, hambre, sometimiento y fanatismos. Ante eso, de poco vale cargar de mercenarios los barcos y de mandar flotas militares al mar Rojo. Si no se actúa sobre el origen del problema, lo único que se conseguirá es poner un parche que a la larga agudizará aún más un conflicto que va camino de eternizarse y que poco parece importar a Occidente más allá de los peligros que conlleva la explotación de caladeros lejanamente ajenos.
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