En la polis griega por primera vez se intenta salir de la jefatura y los maestros comienzan a pensar en dialéctica y retórica. La dialéctica es la capacidad de manejar las cuestiones inherentes y que no se pueden cambiar. Utiliza así el silogismo para las circunstancias inherentes de una ciudad. Por su parte, la retórica trata de las contingencias, las pasiones y los sentimientos que influyen en el gobierno de la polis. Los rétores (o maestros retóricos) van a dar solución a estas contingencias en las escuelas retóricas, donde se enseñaba a deducir, y en el gimnasio, donde se enseñaba a trabajar el cuerpo. Aristóteles, en su obra Retórica, expresa la necesidad de cultivar ambas artes como inseparables una de la otra[1]
Así pues, en las tiranías no sobrevive la retórica porque ésta, al tratar sobre los sentimientos y las pasiones de la gente, en cuanto hay un menor miedo ya no hay posibilidad de pensar y de realizar, en consecuencia, un buen juicio. Los regímenes dados desde la Edad Media han desprestigiado la retórica y se han basado únicamente en la dialéctica.
La democracia ateniense
En la polis griega surgió el ejercicio de la isegoría, es decir, la conversación entre varios en la que todos se dan entre sí un nivel elevado. Con la isegoría se comienza a hablar del nomos, es decir, de las leyes y las normas. En ese momento surgiría la isonomía, o lo que es lo mismo, los ciudadanos de la polis comenzarían a darse sus propias leyes, a gobernarse a sí mismos.
Es aquí cuando aparece el zoon politikon (el animal político, el ciudadano). La libertad y la democracia que surge con la isonomía da, mediante la ciencia de la polis (la ciencia de la política), la posibilidad a los maestros retóricos de enseñar a los que se incorporan a la polis.
El ejercicio de la retórica
En la democracia griega se distinguían dos formas de diálogo. Por un lado, el diálogo socrático, donde uno omnipotentemente habla porque lo sabe todo y los demás acatan al pie de la letra. Por otro lado, en el diálogo retórico habla el que tiene algo que decir, sin árbitro ni director, como mostraron Publio Cornelio Escipión cuando reunió al pueblo civil para defender la libertad y la democracia frente a un mejor preparado ejército de mercenarios, y Moisés ben Sem Tob en El Zohar o Libro del esplendor[2]. A estos dos se les unió el diálogo de uno en uno introducido por el cordobés Maimónides en el siglo XII e incorporado al psicoanálisis por Sigmund Freud.
El gran rétor fue el calagurritano Marco Fabio Quintiliano, que en el siglo I e.c. enseñaba el arte, la ciencia y la política a los nuevos ciudadanos. Quintiliano habla del orare concisa de la dialéctica como el puño cerrado, y del orare perpetua de la retórica como la mano abierta, el arte del bien decir que parte del silencio[3]. Mientras la orartio concisa es la transmisión del conocimiento, la oratio perpetua supone in foro interno continuar pensando en aquello que fue transmitido mediante la dialéctica.
El orare retórico consta de esta manera de tres fases consecutivas: primero, la inventio, donde se tiene una idea (la teoría); después, la dispositio, donde la idea se transforma en un lenguaje (la técnica), y por último, la elocutio, es decir, la transmisión de esa idea transformada en lenguaje (la práctica). En la Edad Media se sustituyó el orare retórico por el sermo (hoy llamado discurso), quitándole la inventio, la fase preverbal, o sea, el pensamiento.
En este punto cabe distinguir entre hablar (loquor) y decir (dicere). Mientras que hablar es únicamente pronunciar palabras, para decir hay que transmitir algo a través de esas palabras, supone conmover los afectos y sentimientos del interlocutor. Ni falta hace mencionar que en el orare retórico decir es imprescindible, mientras que en el vacío sermo el locutor tan solo habla, reproduce como una casete grabada un discurso ya realizado sin transmitir sentimiento.
La retórica hoy
Como líneas más arriba se comentó, desde la Edad Media hasta hoy los regímenes políticos se han basado únicamente en la dialéctica, en el puño cerrado que decía Quintiliano, en la oratio concisa, en el sermo, desprestigiando la retórica hasta tal punto que hoy se usa más este término para referirse a “sofisterías o razones que no son del caso”[4]. En los tiempos que corren se hace cada vez más necesaria la isegoría, la oratio perpetua, el dicere, la retórica como el “arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover”[5]. La democracia queda tullida en la dictadura del discurso. Nosotros, los ciudadanos, tenemos que volver a hacer de la práctica de la retórica, la piedra angular del mundo democrático, porque en la democracia somos nosotros los que pensamos y no los que entregan esa bendita capacidad a los formuladores del discurso.
Recuperemos el buen juicio.
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Así pues, en las tiranías no sobrevive la retórica porque ésta, al tratar sobre los sentimientos y las pasiones de la gente, en cuanto hay un menor miedo ya no hay posibilidad de pensar y de realizar, en consecuencia, un buen juicio. Los regímenes dados desde la Edad Media han desprestigiado la retórica y se han basado únicamente en la dialéctica.
La democracia ateniense
En la polis griega surgió el ejercicio de la isegoría, es decir, la conversación entre varios en la que todos se dan entre sí un nivel elevado. Con la isegoría se comienza a hablar del nomos, es decir, de las leyes y las normas. En ese momento surgiría la isonomía, o lo que es lo mismo, los ciudadanos de la polis comenzarían a darse sus propias leyes, a gobernarse a sí mismos.
Es aquí cuando aparece el zoon politikon (el animal político, el ciudadano). La libertad y la democracia que surge con la isonomía da, mediante la ciencia de la polis (la ciencia de la política), la posibilidad a los maestros retóricos de enseñar a los que se incorporan a la polis.
El ejercicio de la retórica
En la democracia griega se distinguían dos formas de diálogo. Por un lado, el diálogo socrático, donde uno omnipotentemente habla porque lo sabe todo y los demás acatan al pie de la letra. Por otro lado, en el diálogo retórico habla el que tiene algo que decir, sin árbitro ni director, como mostraron Publio Cornelio Escipión cuando reunió al pueblo civil para defender la libertad y la democracia frente a un mejor preparado ejército de mercenarios, y Moisés ben Sem Tob en El Zohar o Libro del esplendor[2]. A estos dos se les unió el diálogo de uno en uno introducido por el cordobés Maimónides en el siglo XII e incorporado al psicoanálisis por Sigmund Freud.
El gran rétor fue el calagurritano Marco Fabio Quintiliano, que en el siglo I e.c. enseñaba el arte, la ciencia y la política a los nuevos ciudadanos. Quintiliano habla del orare concisa de la dialéctica como el puño cerrado, y del orare perpetua de la retórica como la mano abierta, el arte del bien decir que parte del silencio[3]. Mientras la orartio concisa es la transmisión del conocimiento, la oratio perpetua supone in foro interno continuar pensando en aquello que fue transmitido mediante la dialéctica.
El orare retórico consta de esta manera de tres fases consecutivas: primero, la inventio, donde se tiene una idea (la teoría); después, la dispositio, donde la idea se transforma en un lenguaje (la técnica), y por último, la elocutio, es decir, la transmisión de esa idea transformada en lenguaje (la práctica). En la Edad Media se sustituyó el orare retórico por el sermo (hoy llamado discurso), quitándole la inventio, la fase preverbal, o sea, el pensamiento.
En este punto cabe distinguir entre hablar (loquor) y decir (dicere). Mientras que hablar es únicamente pronunciar palabras, para decir hay que transmitir algo a través de esas palabras, supone conmover los afectos y sentimientos del interlocutor. Ni falta hace mencionar que en el orare retórico decir es imprescindible, mientras que en el vacío sermo el locutor tan solo habla, reproduce como una casete grabada un discurso ya realizado sin transmitir sentimiento.
La retórica hoy
Como líneas más arriba se comentó, desde la Edad Media hasta hoy los regímenes políticos se han basado únicamente en la dialéctica, en el puño cerrado que decía Quintiliano, en la oratio concisa, en el sermo, desprestigiando la retórica hasta tal punto que hoy se usa más este término para referirse a “sofisterías o razones que no son del caso”[4]. En los tiempos que corren se hace cada vez más necesaria la isegoría, la oratio perpetua, el dicere, la retórica como el “arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover”[5]. La democracia queda tullida en la dictadura del discurso. Nosotros, los ciudadanos, tenemos que volver a hacer de la práctica de la retórica, la piedra angular del mundo democrático, porque en la democracia somos nosotros los que pensamos y no los que entregan esa bendita capacidad a los formuladores del discurso.
Recuperemos el buen juicio.
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[1] ARISTÓTELES. Retórica (Trad. Quintín Racionero). Ed. Gredos. Barcelona, 1995.
[2] MOSIÉS BEN SEM TOB. Zohar: libro del esplendor. Azul ed. Barcelona, 1999.
[3] QUINTILIANO, Marco Fabio. Sobre la formación del orador (Trad. Alfonso Ortega Carmona). Publicaciones de la Universidad Pontificia de Salamanca. Salamanca, 1999. Tomo I, libro II.
[4] Cuarta acepción de retórica en el Diccionario de la Real Academia Española, vigésima segunda edición. Ed. Espasa. Pozuelo de Alarcón, 2001.
[5] Primera acepción de retórica en el DRAE, vigésima segunda edición. Ed. Espasa. Pozuelo de Alarcón, 2001.
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