Nunca faltaba a mi paseo matutino por las calles de la ciudad, bien para ir a trabajar, bien por simple placer. La calle Mayor era de paso casi obligado. Y en mitad de la calle Mayor, una plaza. Y sentado en uno de los poyos que rodean el jardín de la plaza un hombre viejo. Apuesto y gallardo; alto, delgado; vestido de traje, bien conjuntado con un precioso sombrero italiano negro adornado por una larga pluma de halcón; siempre con una sonrisa en la boca, pero una acusada tristeza en los ojos delatando una vida nada fácil.
Siempre estaba allí. No faltaba ningún día, si el tiempo acompañaba. Unas veces dando de comer a las palomas que se prodigan por el centro urbano, otras leyendo un libro. Y un libro de antología poética de Miguel Hernández leía un buen día que, sin prisa ninguna y sin cosa mejor que hacer, decidí acercarme a él con curiosidad, por charlar y pasar un poco la mañana.
-Buenos días tenga usted –le saludé.
-Muy buenos días –me dijo en un tono amable y complaciente dedicándome una sonrisa. Aún así me fijé todavía más en sus tristes ojos. Había algo ahí que daba a entender sufrimiento, y no precisamente por lo que estaba leyendo.
-Preciosa poesía la que escribió Miguel Hernández.
-Mucho. Está llena de fuerza, de sentimiento. Trataba la palabra como nadie –la mezcla de la amabilidad que mostraba en sus palabras y la tristeza de sus ojos se reafirmaba en cada una de las palabras y de los gestos que con ellas hacía.
-“La casa sola y sin nadie./ Mi almohada sin aliento./ La guerra, madre: la guerra” –me acordé de los versos que el poeta dedicó a la crueldad de la guerra.
-“La vida, madre: la vida./ La vida para matarse” –replicó con cierto tono risueño, siempre con la amabilidad que parecía caracterizarle.
-Paso todos los días por aquí –decidí cambiar radicalmente de tema, no quería pillarme con el del libro pues lo leí hace mucho tiempo y no sé si me hubiese acordado muy bien de algunas cosas- y siempre le veo bien dando de comer a las palomas, bien leyendo un libro. Me resulta usted un tipo curioso.
-Jajaja. ¿Curioso? Jajaja –la risa era corta y disimulada, pero sincera. Lógicamente a cualquiera le hace gracia que venga alguien por las buenas y le diga amablemente que es un tipo curioso.- Si, la verdad es que no soy el arquetipo de persona que suele encontrarse muy a menudo por la calle. Vestir de traje y sombrero no es muy usual, no. Al menos de diario.
-Desde luego que no –le contesté con gracia.
Se hizo un silencio entre los dos que duró cinco o seis segundos, tiempo en el que me pude volver a analizar sus ojos. Me seguía impresionando la acusada tristeza que mostraban.
-¿Sabes, joven? –rompió el silencio –hoy tenéis posibilidad de vivir muy bien desde pequeños. Y eso tienes que aprovecharlo, porque no tendrás otra oportunidad como esta. Cuando yo era un mozo de tu edad la vida no era tan sencilla.
-Desde luego que sus ojos lo denotan –no pude callarlo.
-¿Se nota?
-Si, desde luego que si. O, mejor dicho, lo he notado yo, que me fijo mucho en esas cosas. Pero ¿cómo fue su vida para que hoy sus ojos delaten esa tristeza?
-Ya te digo, joven, que nada fácil. Yo provengo de una familia con tradición hidalga y burguesa centenaria. Gente rica y de poder, pero siempre con las típicas rencillas familiares, a veces fuertes y sonadas. Somos famosos en la ciudad precisamente por esas disputas entre hermanos por temas de herencia. Esa familia es por parte de mi padre, Francisco, un hombre muy religioso, estricto, austero, llevado por alegorías y emblemas. Un hombre trabajador, si, pero a su manera y empeño, con egocentrismo y de fuerte mando; para él era un orgullo pertenecer a una familia destacada por su hidalguía.
>>Mi madre, Libertad de nombre, sin embargo venía de familia humilde y trabajadora; hija de un obrero empleado de mi abuelo paterno, de la cual se enamoró mi padre. Es normal que se enamorase de ella, era muy guapa, preciosa; amable y dispuesta a ayudar a quien se lo pidiese; siempre dispuesta para todo, muy abierta y de buen trato. Y muy inteligente y culta.
-En eso usted es su vivo retrato.
-Si, eso es cierto no lo puedo negar. Leía mucho. Soñaba con una gran biblioteca en su casa, pero mi padre nunca se lo permitió. Decía que eso no era de provecho, que era tirar el dinero. Que su familia era lo que era no por leer “pamplinadas”, como él solía decir, sino por trabajar por su rey y sacar fruto de la inversión de la gran herencia histórica que su familia obtuvo a lo largo de los siglos.
Se veía que tenía una gran admiración por su madre y un cierto odio a su padre, pero no me parecía suficiente motivo como para que sus ojos denotasen esa tristeza. Sin embargo, el viejo hombre empezaba a emocionarse mientras recordaba su infancia. En un principio parecía que iba a guardarse lo que estaba rondando por su cabeza, pero no tardó en soltarlo de tal manera que no podía guardárselo.
-Mi madre –prosiguió -se veía cada vez más acorralada ante la testarudez de mi padre. Fue ella quien empezó a criarnos a mi hermano y a mi.
-¿Su hermano? ¿Tiene un hermano? –pregunté con sorpresa.
-Si, mi hermano José. Éste si salió a mi padre.
Se le notaba cierta antipatía al mentarle. Al parecer las abismales diferencias entre los padres habían pasado a los hermanos.
-Como decía, –continuó -fue mi madre quien nos crió desde el principio. Mi padre se pasaba el día “cumpliendo con la patria”, como aseguraba jactándose, o en la taberna arreglando el país. Cuando volvía a casa, todos firmes. Sin embargo, cuando él faltaba mi madre si nos educaba. Nos enseñaba los misterios de la vida. leíamos a los poetas del 27, Aleixandre, Lorca, Miguel Hernández; a los grandes clásicos como Shakespeare o Cervantes. De vez en cuando nos llevaba al cine para ver las películas de estreno. Nos quiso inculcar unos valores de libertad y de respeto. Era una ilustrada en toda regla y era lo que quería que fuésemos nosotros.
>>Pero alguien le debió dio la voz de alarma a mi padre. Una tarde llegó más pronto de lo normal a casa muy cabreado y sin pedir explicación comenzó, primero, a vocear primero a mi querida madre –comenzaba a emocionarse más mientras lo contaba, brillándole los ojos más de lo normal –y, seguidamente, a golpearla a mano abierta y de manera muy violenta. Mi madre gritaba, taire tras taire, aún sabiendo que eso no le iba a servir de nada. Conseguía zafarse, pero su verdugo, y nuestro verdugo al fin y al cabo, conseguía alcanzarla quitándose el cinturón y latigueándola con ello, con saña, con violencia. La gente lo estaba viendo por la ventana desde la calle, pero nadie hacía nada. Todos hacían la vista gorda. Mientras, nosotros, los dos infantes, escondidos tras la mesa asustados viendo como mi madre era vejada por mi padre que, sin remordimiento alguno, seguía castigándola con aquel cinturón de cuero.
>>Así, entre insultos y golpes, estuvo aquel hombre maltratando a mi madre sin cesar hasta que ésta cayó sangrante en el suelo sin poder mover ni siquiera un dedo de la mano. Esa noche mi madre durmió en el patio de la casa, sobre el barro que propició las lluvias del otoño, sin moverse. No pude dormir traumatizado por lo ocurrido. Me quede mirándola toda la noche desde la ventana de mi habitación. Al alba vi como se empezó a levantar, no sin dificultades, tras recuperar el conocimiento. Tan deprisa como pudo, y con el mayor sigilo que los mareos la permitían salió de la casa huyendo hacia no se sabe donde. Sólo sé que tomó camino de la estación.
-¿Nunca volvió a saber de ella? –me interesé mientras mi mente seguía consternada por la historia.
-Si. Al huir mi madre, mi padre nos internó en un colegio jesuita de Madrid, del cual de decía que era el mejor de todo el país. Una mañana, cuando me acercaba a la mocedad, recibí noticias del padre de mi mejor amigo de la infancia que trabajó con mi abuelo materno en la fábrica hasta que éste se trasladó a Valencia. Al parecer allí estaba mi madre, viviendo con él, en una pequeña de una barriada de los alrededores de la ciudad. Sin mucho pensar, y antes de que mi padre volviera a casa preparé una maleta con cuatro trapos y algo de dinero, despisté a la criada, y fui corriendo a la estación a coger el primer tren en busca de mi madre. Cuando llegué a Valencia estuve tres días vagando por sus calles y arrabales hasta que di con la casa donde se encontraba. Reconocí a mi abuelo llorando apesadumbrado. Mi madre se hallaba tendida en la cama. Se había acabado. Murió sin poderme despedir de ella.
Se estaba aguantando las lágrimas. A pesar de los años que habían transcurrido sus ojos todavía delataban esa pena por su madre, por su querida madre. Me interesé por su vida desde entonces.
-La pasé en Valencia hasta que me enteré de la muerte de mi padre, que volví aquí, ya sabiendo que él no me podía hacer nada.
-¿Y su hermano? ¿Sabe algo de él?
-Sólo sé que tiene el mismo carácter y la misma mentalidad que mi padre. Intentó quedarse con mi parte de la herencia pero el juez intervino en el reparto. No quedé muy contento yo, menos es nada. Al menos mis hijos pueden vivir bien, aunque les importen poco quiénes son su padre y su abuela y de dónde vienen. Son muy independientes.
Se hizo tarde y el calor del mediodía empezaba a notarse. Le mostré mi gratitud por esa mañana, devolviéndomela y deseándome suerte en la vida. Me levanté, le di la mano y comencé a alejarme. Sólo había dado dos pasos cuando me surgió una última pregunta.
-Perdone, no me ha dicho su nombre.
-Me llamo España, Liberto España.
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